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Domingo XXX del tiempo ordinario

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(707 551) Mt 22,34-40 Códice Beza

22,34Los fariseos, al enterarse de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se congregaron frente a él.[1] 35 Y uno de ellos, un jurista, lo interrogó poniéndolo a prueba diciendo: 36 «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la Ley?». 37 Jesús le respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. 38Este es el gran y primer mandamiento. 39Pero el segundo es semejante a éste:[2] Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» 40 De estos dos mandamientos penden la entera Ley, así como los Profetas.»[3]

Jesús sitúa en el mismo plano el amor que se debe a Dios y el que se debe al prójimo

Los fariseos no estaban presentes cuando los saduceos propusieron a Jesús un caso de moral para ridiculizar su creencia en la resurrección. Cuando se enteraron de que los había hecho callar, «se congregaron frente a él», según el Códice Beza (según el texto usual, en cambio, se habrían reunido «con el mismo propósito» para deliberar qué estrategia habían de seguir), y un miembro cualificado de su partido, un jurista, lo interrogó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la Ley?». La pregunta hecha por el jurista tiene muy mala intención: quiere poner a prueba a Jesús para ver si recita correctamente la Torá o, más aún, si acepta la Ley como la Constitución básica del pueblo de Israel. Si se lo pregunta, podemos deducir que no le constaba que hablara de ello. La respuesta de Jesús es la que daría todo judío piadoso, conocida por las dos palabras con las que comienza: «Shemá Israel» («Escucha, Israel»). Jesús lo recita tal como se formula en el Deuteronomio (Dt 6,5), citándolo según la antigua versión griega de los Setenta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con tota tu alma y con toda tu mente.» Y añade, repitiendo la pregunta del jurista y agregando «primero»: «Este es el gran y primer mandamiento», para poder introducir de inmediato: «Pero, el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo», un mandamiento que se encuentra en el Levítico (Lv 19,18). Notemos la manera enfática como Beza introduce el segundo mandamiento, con la adversativa «Pero el segundo…», a diferencia de los códices Vaticano y Sinaítico que se limitan a decir: «El segundo, de manera semejante.» Jesús une estos dos mandamientos, que estaban dispersos en la Torá (Levítico y Deuteronomio), poniéndolos en el mismo plano. Más incisivo aún es el comentario que hace a continuación: «De estos dos mandamientos pende la entera Ley, así como los Profetas.» Además de situarlos en el mismo plano, Jesús considera que uno y otro son el eje sobre el cual se apoya toda la Escritura. No se atreven a hacerle más preguntas.  

Josep Rius-Camps
Teólogo y biblista

                                          


[1] El Códice Beza, avalado por las antiguas versiones latinas, siríacas y coptas, lee: «frente a él», mientras que el resto de manuscritos leen: «con el mismo propósito». Según el texto usual, se habrían reunido antes con un propósito común, es decir, para deliberar qué estrategia seguirían; según Beza y versiones antiguas, se habrían «congregado» para enfrentarse a Jesús, dado que no estaban presentes cuando hizo callar a los saduceos y se habían enterado por algunos espías. Las multitudes que habían asistido al debate establecido entre Jesús y los saduceos, al oír la respuesta de Jesús, «quedaron impresionadas por su enseñanza» (Mt 22,33). Los fariseos habrían tomado el relevo para continuar el debate y poner a Jesús en evidencia.

[2] Mateo, según el Códice Beza, pone un «pero» entre el primer mandamiento y el segundo: «Pero el segundo es semejante a este», llamando así la atención a sus oyentes judíos sobre el segundo mandamiento y situando uno y otro mandamiento en el mismo plano.

[3] Desgraciadamente ni este domingo ni el próximo domingo leeremos la respuesta de Jesús a la acometida de los fariseos: «Estando congregados los fariseos, Jesús les interrogó diciendo: “¿Que pensáis vosotros sobre el Mesías? ¿De quién es hijo?”. Le responden: “De David.” Les pregunta de nuevo: “¿Cómo es, pues, que David inspirado por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies’ (Sl 109 [110],1 lxx). Si, pues, David inspirado por el Espíritu le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?”. Y ninguno fue capaz de responderle nada, ni nadie ya no se atrevió a partir de aquel momento a interrogarlo» (Mt 22,41-46). Esta omisión no es casual. Tanto en nuestra liturgia como en muchas de nuestras homilías Jesús continúa siendo invocado como el Mesías davídico: «Hijo de David, ¡ten compasión de nosotros!» (9,27) u otras invocaciones parecidas. No hemos renunciado jamás al Me­sías davídico que tanto esperaba el pueblo judío. Nos costará mucho asimilar que el Mesías tan esperado fue clavado en un patíbulo con un rótulo encima escrito en hebreo, latín y griego: «Jesús el Nazoreo, el Rey de los judíos» (Jn 19,19-20).

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