
(708 552) Mt 23,1-12 Códice Beza
23,1Entonces Jesús se dirigió a las multitudes y a sus discípulos[1] 2 diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. 3Haced, pues, y observad todo aquello que digan, pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. 4 Atan, en efecto, cargas pesadas e insoportables y las ponen sobre los hombros de los hombres, pero ellos ni con su dedo las quieren mover. 5Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres. En efecto, se hacen bien amplias las filacterias y alargan las borlas de sus mantos; 6 aprecian los primeros lugares en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, 7 así como los saludos en las plazas y hacerse llamar por los hombres ‘Rabí, rabí’. 8 Vosotros, sin embargo, no os hagáis llamar ‘rabí’, porque uno solo es vuestro guía, mientras que todos vosotros sois hermanos; 9 ni os hagáis llamar ‘padre’ en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos; 10 ni os hagáis llamar ‘guías’, porque uno solo es vuestro guía, el Mesías. 11 El más grande entre vosotros será vuestro servidor. 12 Todo aquel que se enaltezca, será humillado y todo aquel que se humille será enaltecido.»[2]
El mas grade entre vosotros será vuestro servidor
En el marco imponente del Templo de Jerusalén, después de que Jesús lo hubiera tildado de «cueva de bandidos» (Mt 21,13), los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, flanqueados por los fariseos, los saduceos y los maestros de la Ley, se han ido turnando para cuestionar su autoridad y tratar de atraparlo en alguna expresión comprometedora, como era la cuestión candente de pagar o no el tributo al César, y así poderlo acusar delante de la autoridad romana. «Entonces Jesús se dirigió a las multitudes y a sus discípulos diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos.”» Inicia así una serie de acusaciones contra los maestros de la Ley y los fariseos. Primero advierte a la gente sobre su hipocresía: «Haced, pues, y observad todo aquello que digan, pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen. Atan, en efecto, cargas pesadas e insoportables y las ponen sobre los hombros de los hombres, pero ellos ni con su dedo las quieren mover.» Denuncia seguidamente su ostentación religiosa: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres» y su afán de protagonismo: «Aman los primeros lugares en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas, los saludos en las plazas y se hace llamar por los hombres ‘Rabí, rabí’.» Previendo que en el interior de la comunidad cristiana se repetirán conductas semejantes, advierte a sus discípulos: «Vosotros, sin embargo, no os hagáis llamar ‘rabí’, porque uno solo es vuestro guía, pues todos vosotros sois hermanos; ni os hagáis llamar ‘padre’ en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos; ni os hagáis llamar ‘guías’, porque uno solo es vuestro guía, el Mesías.» El único magisterio que nos guía por el buen camino es el de Jesús. Lo rubrica con una frase que se va abriendo paso lentamente en las iglesias y en la comunidad humana: «El más grande entre vosotros será vuestro servidor», poniéndose él mismo como ejemplo al quitarse el manto y ceñirse la toalla para lavar los pies a sus discípulos.
Josep Rius-Camps
Teólogo y biblista
[1] Después de la expulsión de los vendedores del Templo, mientras enseñaba en el Templo, se presentaron a Jesús los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo y le formularon dos preguntas: «Con qué autoridad haces esto? y ¿Quién te ha dado tal autoridad?», cuestionando así su autoridad. Jesús les respondió con una contrapregunta: «Si me contestáis a ella, yo os diré a mi vez con qué autoridad hago esto: «El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?». Si responden «del cielo», les dirá: «¿Entonces por qué no lo creísteis?». Si responden «de los hombres», temen la reacción del pueblo que considera a Juan como un profeta. Y optan por hacerse los ignorantes: «No sabemos.» Jesús les replica entonces: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto» (Mt 21,23-27). Me he extendido en esta nota, por cuanto no se ha leído este pasaje tan crucial en la comunidad dominical. En cinco domingos sucesivos tendremos ocasión de desgranar esta controversia con los sumos sacerdotes, los escribas, los fariseos y los herodianos, que querían atrapar a Jesús con una cuestión que le comprometiera, «El tributo debido al César», dejaremos de lado la cuestión de moral que le pararon los saduceos sobre la ley del levirato, finalizando con el planteamiento de un legista, un miembro diríamos hoy del Tribunal Supremo, sobre el mandamiento principal de la Ley.
[2] Es una lástima que nos hayamos saltado, este domingo, la cuestión que puso Jesús a los fariseos y que se quedó sin respuesta sobre si el Mesías era o no el hijo de David (Mt 22,41. Jesús deja bien claro que él no es el Mesías davídico, victorioso, que la mayoría esperaba (Mt 22,41-46). Si nos atenemos al Evangelio de Juan, Juan Bautista, cuando vio que Jesús venia hacia él a bautizarse en el Jordán, lo presentó diciendo: «He aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y lo repitió a los dos discípulos que pasó a Jesús: «He aquí el Cordero de Dios» (1,36). De ahí que, más adelante, la gente se preguntara: «¿Acaso va a venir de Galilea el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David?» (7,41-42). El Bautista hacía referencia al Cordero que será traspasado con la espada, sin romperle ningún hueso, y será inmolado así a Dios por los pecados del mundo, en substitución de los corderos que eran inmolados el día solemne de la Preparación (19,31-34). Se trata del Mesías sufriente que profetizó Isaías en el Cantico cuarto sobre el Siervo del Señor (Is 52,13–53,12), al que alude en parte el eunuco etíope en el libro de los Hechos (Hch 8,32-33).



